20 AÑOS ATRÁS pisó nuestra tierra un SANTO
Por: María C. Campistrous Pérez
Foto: www.cittanuova.it
¿Cómo olvidar aquella mañana invernal de cálido sol santiaguero?
Cuando amanecía, el sol admiraba el suave ondear de la bandera Patria junto a la Vaticana. No era un sueño, la Plaza del Titán, engalanada, era un precioso altar. El bicentenario Cristo de la Catedral primada esperaba… Primero llegó la Madre, venía desde El Cobre para acompañar a su pueblo y recibir al Vicario. El júbilo parecía no caber en los corazones. Después llegó el Papa valiente, el “Peregrino del Amor”. Por primera vez pisaba tierra santiaguera un sucesor de Pedro.
Aquí encontró el alma de Cuba y la barca zarandeada, de proa firme, que sabía arrostrar tormentas y esperaba su Voz.
La Verdad resonó inesperada, esperanzadora, alucinante. La alegría estalló, también el desconcierto en algunos lares… Habíamos olvidado que la verdad sembradora de justicia siempre es para decirla. ¡El tiempo había corrido tanto sin escucharla!
Las palabras de bienvenida de Monseñor Meurice dieron la vuelta al mundo: Juan Pablo II respondió con un abrazo.
El Papa nos dijo: “La Iglesia llama a todos a encarnar la fe en la propia vida, como el mejor camino para el desarrollo integral del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, y para alcanzar la verdadera libertad, que incluye el reconocimiento de los derechos humanos y la justicia social.”
Al despedirse de Cuba, nos exhortó a construir el futuro de la Patria “con ilusión, guiados por la luz de la fe, con el vigor de la esperanza y la generosidad del amor fraterno, capaces de crear un ambiente de mayor libertad y pluralismo, con la certeza de que Dios los ama intensamente y permanece fiel a sus promesas.”
No olvidemos sus palabras y encarnemos nuestra fe en Cuba.
Termino con las palabras que concluyó la oración a la Virgen al final de su Homilía santiaguera:
¡Madre de la reconciliación!
Reúne a tu pueblo disperso por el mundo.
Haz de la nación cubana un hogar de hermanos y hermanas
para que este pueblo abra de par en par
su mente, su corazón y su vida a Cristo,
único Salvador y Redentor,
que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos. Amén.