HOMILÍA DEL CARDENAL BENIAMINO STELLA EN EL ENCUENTRO CON CATEQUISTAS Y MISIONEROS DE LA ARQUIDIÓCESIS DE SANTIAGO DE CUBA
HOMILÍA DEL CARDENAL BENIAMINO STELLA EN EL ENCUENTRO CON CATEQUISTAS Y MISIONEROS DE LA ARQUIDIÓCESIS DE SANTIAGO DE CUBA
SBMI CATEDRAL DE SANTIAGO DE CUBA, 5 DE FEBRERO DE 2023
Queridos hermanos y hermanas:
¡Qué alegría celebrar con ustedes el día de la catequesis en Cuba con esta representación de los catequistas y los misioneros de la Arquidiócesis de Santiago de Cuba! Alegría inmensa y profunda, porque esta es la sede de san Antonio María Claret, incansable misionero y catequista, en cuyo corazón, lleno de pasión por Jesucristo, no había otro deseo que no fuese llevar a los hombres a la salvación. Agradezco al Señor esta maravillosa posibilidad de poder orar y celebrar juntos la fe, en estos días en que la Iglesia en Cuba hace memoria agradecida de aquel don que fue para esta tierra la visita del Santo Padre san Juan Pablo II, hace 25 años.
Me alegro de saludar al Arzobispo monseñor Dionisio García y a sus colaboradores y hermanos en la tarea de la evangelización: sacerdotes, diáconos, religiosas, seminaristas y fieles laicos. Saludo también al Sr. Nuncio Apostólico, monseñor Giampiero Gloder. A todos aquellos que, en las distintas parroquias y comunidades de la arquidiócesis, celebran también la Eucaristía dominical en este horario y, por eso, no han podido estar aquí, nuestra fraterna cercanía y afecto. Quiero felicitar a los que recientemente han sido instituidos con el ministerio de catequistas y aprovecho esta ocasión para agradecerles el esfuerzo que realizan, catequistas y misioneros de Santiago y de toda Cuba, por llevar la Buena Noticia de la Salvación a tantas personas, incluso en medio de no pocas dificultades y pruebas. Al mismo tiempo, les confieso que no espero otra cosa de unos hijos e hijas de san Antonio María Claret.
La liturgia de estos domingos nos lleva de la mano a profundizar en el primero de esos cinco discursos que Mateo coloca en boca de Jesús y que conocemos como el Sermón del Monte. Después de escuchar hace 8 días el preámbulo maravilloso de las Bienaventuranzas, hoy el Señor nos indica cuál es la misión del cristiano, de aquel que ha hecho suyo el camino de las Bienaventuranzas, a través de dos imágenes, de dos símbolos: la sal y la luz.
La sal.
Espontáneamente identificamos la sal con el sabor, con el gusto de las comidas. Y es verdad que, una comida sin sal, no sabe a nada, decimos: está sosa o desabrida. Pero también es verdad que, en tantas culturas la sal ha servido para preservar los alimentos, para evitar la corrupción. Cristo nos invita a seguirlo para que nuestra vida, transformada por la gracia, ofrezca un sabor nuevo y bueno, y para que, donde quiera que esté un cristiano, aquello que toca, que dice o que hace: el trabajo, la familia, el ambiente donde se desenvuelve, en una palabra, toda su vida, queden preservados del mal, de la corrupción del pecado.
La luz.
Ustedes comprenden mejor que yo lo que significa la luz, cuánto se aprecia y cuan necesaria es. Lo saben vivencialmente, por el dolor que provoca, con los apagones, la ausencia de la luz. El primer día de la Creación, la Biblia narra que Dios dijo: “Sea la luz” y ahí comenzó la vida. Esa vida natural, física, biológica, es bella y loable, pero sabemos que es también frágil y perentoria. Cristo trae la verdadera Vida a los hombres, Él mismo es la Vida (cf. Jn 14), y quiere que en nosotros sea abundante (cf. Jn 10,10). La luz nos hace falta para ver, para no tropezar, para caminar bien por la vida. En la luz reconocemos la verdad y la belleza de las cosas, nos permite descubrir que hay un mundo fuera de nosotros, un mundo de cosas y un mundo, sobre todo, de personas. La luz es el símbolo de la fe que nos introduce en el misterio de Cristo y nos hace participar de la vida divina.
En el Mensaje de convocación para la última Jornada Mundial de la Juventud que celebró el Santo Padre san Juan Pablo II en Toronto, Canadá, en julio del 2002, escribió a los jóvenes del mundo: “Cuando la luz va menguando o desaparece completamente, ya no se consigue distinguir la realidad que nos rodea. En el corazón de la noche, podemos sentir temor e inseguridad esperando sólo con impaciencia la llegada de la luz de la aurora. Queridos jóvenes, ¡a ustedes les corresponde ser los centinelas de la mañana (cf. Is 21,11-12) que anuncian la llegada del sol que es Cristo resucitado!”
A los visitantes extranjeros nos sorprende la fuerza del sol en esta bella isla, y si pudiéramos decirlo con total sinceridad, nos admira más hacia el Oriente, cuna del sol para todo el territorio. Cuando estaba por terminar la Eucaristía en Camagüey, el Papa Santo espontáneamente pronunció estas palabras: “Muchas gracias por haber venido tan numerosos a pesar del fuerte sol. ¡Se ve, se siente, que el sol está presente! Es el sol de la vida que nos recuerda a Jesucristo, que da la vida verdadera y la da en abundancia”.
Queridos amigos: Sé que esta región de Santiago de Cuba tiene una importancia grande para la historia de toda la nación. Algunos de los padres fundadores de la Patria y de los que se sacrificaron por la independencia, nacieron en esta bella tierra. El amor de ellos a su pueblo y a su felicidad no estuvo reñido, sino más bien motivado y alentado por su propia fe cristiana. Aquellos patricios habían descubierto que la misión de ser sal y ser luz estaba orientada a esta tierra, a este mundo suyo que era Cuba. ¿Qué quiero decir con esto? El encuentro con Cristo y lo que recibimos en consecuencia, la fe y la vida nueva de los que viven las Bienaventuranzas, no es para encerrarlo, como dice el Señor, “debajo del celemín”, es para compartirlo, para comunicarlo.
La sal no tiene sentido para sí misma, sino para las comidas o para los alimentos que preserva. Uno no come un plato lleno de sal. Lo mismo pasa con la luz: una vela sólo ilumina si se consume, si arde, si desaparece a su ser vela. He ahí, simbólicamente, todo el dinamismo de la vida cristiana. Los dones del Señor son para el mundo, para la tierra, para los otros, fundamentalmente para aquellos que tienen una vida insípida o vagan en las tinieblas del error o del pecado.
Recordemos, finalmente, que la sal se pierde en las comidas y no hay que echar grandes cantidades para que resulte el sabor agradable. Lo mismo pasa con la luz: basta un fósforo o incluso la pequeña linterna del celular, para ubicarnos en medio del apagón. Los gestos de la Iglesia, la vida de los cristianos, el influjo de la Iglesia en las sociedades secularizadas de hoy, a menudo tendrán la insignificancia de la sal, la fragilidad del fósforo. Pero serán imprescindibles y, como decía la carta a Diogneto, no hay que desertar de esa misión de cara a los demás.
Iglesia en Santiago de Cuba: Aunque seas pequeña, pobre, aunque te parezca que lo que haces no cuenta o no es reconocido, ¡da testimonio de Cristo! ¡Ofrece sabor de vida nueva a tus hermanos! ¡Sé luz de esperanza y alegría para tantos que la han perdido!
Cuando san Juan Pablo II, aquel Papa que comenzó tan juvenil y vigoroso su Pontificado, se fue debilitando en sus fuerzas, se quedó sin poder caminar y hablar, la gente comentaba: “se está apagando como una velita”. Era verdad, pero aquella vela se fue apagando, porque había esparcido su luz, la Luz de Cristo, por todo el mundo. Y así fue como se marchó, para entrar en la Luz inextinguible. Esa es también la misión de un catequista y de un misionero, que saben que su primera y perenne lección de catequesis, es su propia vida.
Que la Luz que san Juan Pablo II esparció en esta querida nación, se multiplique, cual luminarias de fe y de amor, en la vida de todos los cristianos y cristianas de Cuba. Amén.