TRAS LAS HUELLAS DE CLARET EN CUBA
DIA 13 DE SEPTIEMBRE 2021
DEL VIAJE A BARACOA
A medida que vamos siguiendo las huellas del Misionero Arzobispo Claret por las tierras del oriente cubano de su inmensa Arquidiócesis, podemos acercarnos a conocer un poco mejor cómo eran estos viajes: a pie, en caballo o en mulo, en coche, en barco y en tren.
En la Autobiografía que Claret escribió por mandato del entonces Superior General, Reverendísimo P. José Xifré, de la pequeña e incipiente Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, no se olvida de decir en varias ocasiones que en su etapa de “Misionero Apostólico” por tierras de Cataluña y de Canarias siempre, siempre iba a pie con su famoso “atillo”, como un signo más de su ser, ante todo, Misionero.
El Misionero Arzobispo en su etapa de Cuba se sirve también de otros modos y medios en su caminar por las tierras de su Arquidiócesis. De los muchísimos viajes que realizó destaca el viaje que hizo a Baracoa. No es difícil suponer que este viaje Claret lo presenta como un “paradigma” o un “icono” de los viajes apostólicos que tuvo que realizar para cumplir su misión como sucesor de los Apóstoles. Por eso, será bueno seguir con máxima atención la crónica de este viaje a Baracoa.
“Durante los dos primeros años, no obstante los temblores y el cólera morbo, visitamos todas las parroquias del Arzobispado; en todas se hizo misión por mí mismo o por mis compañeros, y en las parroquias rurales, que tienen tanta extensión, se hicieron muchas. En cada dos o tres leguas se hacía una Misión en alguna casa de tabaco, que consiste en un grande cobertizo; allí se hacía un altar, un púlpito, y con sillas se armaban confesonarios con rejillas que llevábamos al efecto” (Aut. 538) “En aquellos dos primeros años llovió muchísimo. En una ocasión llovió nueve meses, sin dejar un día de llover, y hubo días en que llovió continuamente con sus noches, así es que nos veíamos apurados
para viajar, y, no obstante, yo y los compañeros andábamos y las gentes asistían continuamente; y siempre muy contentos y muy alegres, y a veces ni teníamos lo necesario para la vida” (Aut. 539).
“Me acuerdo que el segundo año que nos hallábamos en aquellas tierras quise ir por tierra a la Ciudad de Baracoa, ya que por mar no tuve proporción; fui con mis compañeros. Venía con nosotros un criado, que llevaba la comida, porque los lugares eran solitarios, y las gentes de las pocas casas que por aquellas tierras había se habían ausentado por el cólera. Pues ese buen criado empezó a quedarse atrás, porque la bestia no podía caminar, y nosotros llegamos muy tarde, de noche, a una casa en que no hallamos más que una galletica de soldado, pequeña y durísima, de la que hicimos cuatro pedazos, uno para cada sacerdote, y el día siguiente en ayunas tuvimos que emprender el peor de los caminos que jamás he andado en mi vida” (Aut. 540)
El P. Adoain nos cuenta que el lunes día 21 de febrero de 1853 Claret y sus compañeros salieron de Saltadero en dirección a Baracoa. La casa a la que llegan estos aguerridos misioneros pertenecía a la Hacienda Llaterita. Llegaron a las 9 de la noche. Era comentario unánime que este viaje fue el más audaz y heróico que Claret hizo en su etapa de Misionero Arzobispo.
“Tuvimos que pasar el río llamado Jojó treinta y cinco veces, pues, como corre entre dos altas montañas y no hay otro lugar, cuando da paso por una parte no la da por otra. Después del río tuvimos que subir a las altas montañas, llamadas Cuchillas de Baracoa, cuyo nombre les está perfectamente adecuado, pues que verdaderamente están como cuchillas. Y por encima del corte o cresta anda el camino, y, cuando se pasa por allá, hay trechos en que suenan un caracol marino, a fin de que el que va no se encuentre con el que viene; de otra suerte, el caballo del uno o del otro tendría que rodar para abajo, porque es tan estrecho el paso, que un caballo no tiene lugar para dar la vuelta para atrás. Y son tan altas aquellas montañas, que se ve la mar de una y otra parte de la Isla, por estar ellas en medio de la Isla, y además son tan largas, que duran cuatro leguas. Pues esas montañas, después de los pasos del río, tuvimos que subir y andar en ayunas, y al bajar son tan pendientes, que yo me resbalé y caí por dos veces, aunque no me hice mucho daño, gracias a Dios” (Aut. 541)