Homilía del P. Jorge Catasús Fernández en la Eucaristía por el 25 aniversario de la Ordenación Episcopal de Monseñor Dionisio Guillermo García Ibáñez, Arzobispo de Santiago de Cuba. Seminario San Basilio Magno, Santiago de Cuba, 27-1-2021)
Querido Monseñor Dionisio, estimado padre Martin, hermanos del presbiterio, amigos seminaristas, hermanos todos:
En esta primera parte del tiempo ordinario la liturgia de la Palabra nos ofrece la lectura de la Carta a los Hebreos que ha venido presentándonos a Cristo como Sumo y Eterno Sacerdote.
En el pasaje de hoy: capítulo 10, 1-18, nos habla de la eficacia del sacrificio de Cristo y el sacerdocio de los creyentes. El predicador da un paso más al afirmar que en el mismo sacrificio que consagra a Cristo como sacerdote (cfr. 5,9), nosotros también «quedamos consagrados por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha de una vez para siempre» (10). O lo que es lo mismo, el sacerdocio de Cristo nos hace a todos los creyentes sacerdotes como Él, al darnos la posibilidad de ofrecer nuestras vidas de amor y de servicio a Dios y a nuestros hermanos como verdadero sacrificio agradable a Dios. Así quedamos incorporados al sacrificio de Cristo. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que somos miembros del Cuerpo de Cristo. Los sacrificios de la antigua alianza, repetidos periódicamente, no podían realizar esta maravillosa transformación, «nunca puede hacer perfectos a los que se acercan» (1) a Dios. El predicador da la razón: eran víctimas animales, externas a los hombres y las mujeres por quienes se ofrecían, no implicaban existencialmente a las personas mismas en su relación con Dios. De hecho, Dios había mostrado a lo largo de la historia del pueblo judío su indignación ante semejantes ofrendas: «estoy harto de holocaustos de carneros… la sangre de novillos, corderos… no me agrada» (Is 1,11), «porque quiero lealtad, no sacrificios» (Os 6,6). Dios no se fija en los sacrificios, sino en la actitud profunda de la persona que los ofrece, quien con su vida misma trata de obedecerle y serle fiel. Así es como el predicador se refiere a la vida del cristiano entendida como sacerdocio: una vida entregada al cumplimiento de la voluntad de Dios. Ésta fue la actitud de Cristo «al entrar en el mundo» (5), continúa el predicador, poniendo en boca del mismo Cristo las palabras de Sal 40,7s: «No quisiste sacrificios… pero me formaste un cuerpo… Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad» (57). Una vez consumada la voluntad de Dios a lo largo de toda una vida entregada hasta la muerte en amor solidario con los pecadores y marginados, Cristo «se sentó para siempre», por su resurrección, «a la derecha de Dios» (12). El verbo «sentarse» que usa el predicador no tiene nada de pasivo, sino todo lo contrario, pues Cristo sigue actuando por medio del Espíritu Santo: «Ésta es la alianza que haré con ellos… pondré mis leyes en su corazón y las escribiré en su conciencia» (16), y «me olvidaré de sus pecados y delitos» (17). Es decir, nos hará capaces de ofrecer nuestras vidas a Dios como sacrificio existencial de obediencia a su voluntad, como sacerdotes que participan de su mismo sacerdocio. Es así como el apóstol Pablo ve la entera vida del cristiano: como «sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: éste es el verdadero culto» (Rom 12,1); el apóstol Pedro llamará a la comunidad cristiana «sacerdocio real, nación santa y pueblo adquirido» (1 Pe 2,9). Este «sacerdocio de los fieles», con todas sus consecuencias, ha sido redescubierto por el Concilio Vaticano II. Todos los creyentes, sin distinción y en virtud del bautismo recibido, somos sacerdotes; nuestra función sacerdotal es ofrecer nuestras vidas al servicio de Dios y de nuestros hermanos. Es este sacerdocio común de todos el que da sentido al ministerio ordenado –obispos, presbíteros y diáconos–, instituido por Jesucristo para estar al servicio de la comunidad sacerdotal formada por todos los cristianos.
Así pues, el autor de la Carta a los Hebreos nos hace caer en la cuenta de que hemos sido consagrados por el mismo sacrificio que consagra a Cristo como sacerdote, otorgándonos el ser sacerdotes con Él y con ello la exigencia de vivir como tales haciendo de nuestras propias vidas una ofrenda agradable a Dios. Nuestra participación del sacerdocio de Cristo nos compromete a ser imitadores suyos: nuestros sentimientos, miradas, actitudes y procederes, en todos los momentos de nuestra existencia, deben ser reflejo de Aquél que no hizo alarde de su condición divina y se hizo en todo igual a nosotros, menos en el pecado, entregándose como ofrenda agradable al Padre, al servicio de su pueblo.
Todos los que hemos sido llamados a un ministerio ordenado (obispos, presbíteros y diáconos) con nuestro testimonio de vida debemos contribuir a que los fieles laicos descubran y vivan su sacerdocio, su condición de consagrados, en su vida familiar y en sus compromisos sociales. Deberíamos siempre revisar nuestra vida ministerial preguntándonos en qué medida estamos siendo fieles a esta nuestra misión.
La conocida parábola del sembrador nos permite descubrirnos, en primer lugar, antes que sujetos en objetos dentro del contenido de su mensaje, es decir, antes de pensarnos como ministros sembradores hacerlo como los posibles terrenos en los que cae la semilla. Así, tendríamos que descubrir en qué disposición ha estado nuestro corazón para acoger la semilla que es la Palabra de Dios:
+ ¿he estado demasiado distraído en el transcurrir de mi vida sin permitir que la Palabra me permee y me interpele?, ¿qué obstáculos he puesto?;
+ ¿me ha podido la falta de perseverancia en el escuchar, estudiar, meditar, contemplar la Palabra, impidiendo enraizarse de tal manera que cuando han surgido las dificultades de la vida no he podido mantenerme en pie?, ¿en qué he empleado mi tiempo?;
+ ¿han podido las ocupaciones cotidianas acaparar mi atención impidiendo la prioritaria atención a la Palabra?, ¿cuáles han sido mis ídolos ante los que me he postrado, ….los tengo identificados?
Sólo si en alguna medida he descubierto mi corazón en alguna o algunas de las tres situaciones anteriores, podré decir que empiezo a ser tierra buena donde fructifique la Palabra.
Con gran gozo y gratitud estamos celebrando esta mañana los últimos veinticinco años en la vida de Monseñor Dionisio, que han estado marcados por su servicio a la Iglesia Cubana como obispo, primero como el primer pastor de la Diócesis del Santísimo Salvador de Bayamo-Manzanillo y luego como Arzobispo Primado de Santiago de Cuba. Su episcopado estuvo precedido por una década como presbítero en la región más occidental de la Arquidiócesis de Santiago de Cuba.
Damos gracias por su fiel y generosa entrega al servicio del pueblo de Dios en esta vasta región oriental, en este último cuarto de siglo. Él, que quiso escoger como lema episcopal “Tu brazo me sostiene”, confiamos que haya podido confirmar la certeza del mismo, experimentando la fortaleza divina a lo largo de su misión pastoral en estos años tan difíciles.
Pienso que ha sido un acierto escoger al Seminario San Basilio Magno para festejar este significativo jubileo. Nuestros seminaristas de hoy, futuros pastores de Cuba, así pueden sentirse estimulados por un testimonio de tal fidelidad y generosidad.
Pidamos a nuestra Madre de la Caridad que siga bendiciendo a Monseñor Dionisio y a su familia en esta nueva etapa de su vida.
No quiero dejar de expresar mi agradecimiento a Dios por haber sido compañero de ruta desde el comienzo del Seminario hasta el día de hoy, teniendo un itinerario vocacional muy similar y, sobre todo, por haber contado siempre con su cálida e incondicional amistad expresada por su cercanía fraterna en todos los momentos de mi vida y por su límpido testimonio sacerdotal.
(Nota.- El último párrafo fue adicionado al finalizar la Eucaristía)