Padre Palma: fiel a Dios, fiel a la Iglesia, fiel a su pueblo

Por: P. Jorge Catasús Fernández, 4 de febrero de 2018

Mi primera reacción al recibir la noticia de su fallecimiento en la tarde del 31 de enero fue pensar que había sido un regalo de Dios haber partido de este mundo en la fiesta de San Juan Bosco, este pastor que entregó la mayor parte de su vida tratando  de ayudar y evangelizar a los jóvenes.

Tuve la oportunidad de compartir al trabajo pastoral con el padre Palma durante mis primeros diez años de ministerio sacerdotal, primero en Guantánamo y luego en Bayamo. He sido testigo de su empeño y entrega a los jóvenes  a quienes dedicaba gran parte de su tiempo, no sólo preparando y animando los encuentros grupales sino las incontables horas de atención personalizada a muchos de ellos y también a otros que no eran católicos, incluyendo jóvenes de otras religiones y no creyentes, con algunos de los cuales cultivó una gran amistad que perdura hasta el presente.  Así me consta que fue igualmente en otras tantas comunidades  en las que trabajó durante su prolongado ministerio. El acompañamiento de matrimonios y parejas en diferentes situaciones ocupó también una parte importante de su labor pastoral.

Los primeros años, luego de su ordenación sacerdotal en 1971, transcurrieron en la zona de Holguín, en las comunidades de Mayarí, Cueto, San Germán, Preston … Por amigos comunes conozco y por su propio testimonio sé de las condiciones difíciles en aquellos tiempos para poder atender a todas esas comunidades. Cuántas veces tenía que trasladarse en bicicleta y hasta caminando para poder  llegar a cada una de ellas. Le escuché relatar cómo fue el período en que pudo leer la mayor parte de obras religiosas y de literatura en general, como nunca en su vida, esperando el transporte en las terminales de esos pueblos.

Su prédica solía ser apasionada y desafiante, tratando de confrontar siempre  la Palabra de Dios con la realidad de la vida. Su alianza con la verdad y su denuncia profética le valieron, no pocas veces, la incomprensión de algunos o el rechazo y animadversión de otros. Ello le prodigó su cuota de cruz que tuvo que cargar.

Algo que me impresionaba  en el padre Palma fue su servicialidad. No había persona que se acercara a él para pedirle algo, hacerle algún encargo o solicitarle alguna gestión, que no fuera atendido detenidamente. Acostumbraba a sacar de su bolsillo su pequeña agenda y apuntaba con letra pequeñísima y clara de lo que se trataba y podía darse uno por seguro de la seriedad con que él se ocupaba del asunto y daba una respuesta.

¿Qué persona se quedaba “tirado” en la carretera si pasaba Palma en su carro, a la hora que fuera? Realmente, fue un hombre sumamente desprendido y generoso. Al verlo partir de este mundo serían incontables las personas de cualquier  procedencia, que le conocieron, que bien podrían despedirlo en su “último viaje” parafraseando el hermoso verso del popular canto: ¡Qué detalle, Palma, has tenido conmigo!

Durante su velatorio en el Santuario, la Casa de la Madre en la que sirvió tantos años, se sentó a mi lado, en la madrugada, un hombre joven con algún aliento etílico quien me reveló lo bueno que Palma había sido con él y resaltando todo lo que había hecho silenciosamente por muchos cobreros que le querían y agradecían. Y me instaba a que le compusiera una canción de homenaje.

Además de su sufrimiento en la etapa final de su vida, hubo una situación, por muchísimos años, que le limitó grandemente en su comunicación: su afección auditiva. Por su sentido del humor en relación con esta afección, quizás no podíamos aquilatar todo el sufrimiento que le supuso dicha limitación.

Ahora afloran en mi mente recuerdos de mi niñez, en el balneario de Punta Gorda, donde coincidíamos en tardes de verano y jugábamos en el agua, él siete años mayor que yo, haciéndome travesuras. Luego coincidiríamos, aunque en distintos niveles, en el colegio “De La Salle”. Lejos estábamos, él y yo, de imaginarnos la amistad que crecería y se consolidaría al compartir igual ministerio.

Si alguien me preguntara ahora mismo por los defectos del padre Palma, le contestaría con Martí enseñando a los niños desde La Edad de Oro: “Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz”.

En este instante, al despedirlo, predomina en mi corazón la gratitud hacia él por el regalo de su amistad sólida y sincera. Y eso hace que ahora mi corazón sea particularmente sensible a la luz que irradió a su alrededor durante tantos años de ministerio sacerdotal, para mí, especialmente, en la década en que fuimos compañeros de misión. Aunque a veces no coincidiéramos y hasta discrepáramos en algunos aspectos de la vida o tuviéramos diferentes puntos de vista en otros, lo sentí siempre cercano, amigo, hermano; en todas mis horas  siempre lo supe “guardando mis espaldas”, “mis entradas y salidas”, al decir del salmista. Así pues, que otros si quieren reparen en sus manchas.

Palma optó por permanecer en Cuba cuando toda su familia emigró. Se sintió siempre sacerdote para este pueblo.

Pude concelebrar con el padre Rafael Couso, en el Santuario, de cuerpo presente, en la última misa antes de partir su cadáver hacia Santiago. El padre Rafael, al finalizar su reflexión sobre el evangelio del Buen Pastor, afirmó: el padre Palma fue fiel a Dios, fiel a la Iglesia, fiel a sus amigos, a su rebaño.

¡Descansa en la paz del Señor, Jorge Palma, sacerdote fiel, pastor bueno!

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