Transcripción de la homilía de Mons. Dionisio G. García Ibáñez  Arzobispo de Santiago de Cuba

Transcripción de la homilía de Mons. Dionisio G. García Ibáñez Arzobispo de Santiago de Cuba

 Eucaristía Domingo VI del Tiempo Ordinario

Basílica Santuario de Nuestra Señora de la Caridad

14 de febrero de 2021

 “Si quieres, puedes limpiarme… Quiero, queda limpio” Mc 1, 40,41

Hermanos,

Qué bueno es tener la oportunidad que Dios nos brinda de semanalmente, por lo menos, encontrarnos con la Palabra de Dios, para que esta Palabra de Dios nos guie en la vida, sepamos meditarla, sepamos aprender de ella, y también que nos de la voluntad, le pedimos al Señor, para ponerla en práctica porque es muy importante el ponerla en práctica, es lo fundamental. No nos basta sólo con aceptarla, sino también decir cómo esa Palabra de Dios actúa en mi vida, cómo transforma mi vida. Si la Palabra de Dios es viva y es eficaz significa que puede transformar mi vida.

Recordemos que estamos en estos domingos, después del bautismo del Señor que el empieza a predicar, llama a los discípulos y les va enseñando quién es Él, “vengan conmigo, sabrán quién soy yo”, le dijo a Pedro, a Juan, a Santiago, y a los demás. Hacía muchos milagros, y hoy se nos presenta el caso de este leproso, este es uno de esos milagros que sonó allá en la época de Jesucristo. Porque los leprosos, como bien dice la primera lectura del Levítico, los leprosos eran personas que eran completamente segregadas, marginadas, apartadas de la sociedad.

Fíjense bien que era una regla de higiene, una regla para prevenir el contagio, tal como nosotros estamos haciendo ahora, o cómo se hace ahora, gracias a Dios que de otra manera y en otras circunstancias, para prevenir el contagio, es decir, cierta separación para tener cuidado y no transmitirlo al otro. Eran medidas que partían de la sabiduría, de la práctica del pueblo, se había dado cuenta sin necesidad de ir a universidades de que la lepra se podía contagiar. Ese es el aspecto, vamos a decirlo así, clínico de esta enfermedad. Una enfermedad terrible también, a través de toda la historia, todavía hoy, lástima que tal vez no se dedique tanto esfuerzo y dinero mundialmente para eliminar la lepra como se han eliminado otras enfermedades.

En aquella época, en la época del Levítico, en la época de Moisés, y de Aarón, acordémonos que el pueblo de Israel y muchos pueblos tenían la mentalidad de que la enfermedad era signo también de pecado. Si una persona padecía una enfermedad, era que algo había hecho y Dios no lo favorecía, una manera de ver las cosas. Estaba muy unida la enfermedad con el pecado, y en este caso nosotros vemos como estas personas eran separadas, nadie podía hablarles, no podían acercarse a ningún lugar, tenían que tener una campanita para que si alguien estaba cerca huyera, casi ni lo viera. Entonces había esa combinación de lo clínico, de la higiene, de lo estéril para preservar, al problema del pecado del hombre. También la persona tiene que ser pura. Tenemos que buscar que ninguna enfermedad del alma nos destruya interiormente, muchas veces buscamos la cura de todas las enfermedades que pueden haber, ¡qué bueno que se haga!, pero a lo mejor no nos preocupamos por la cura del alma.

Aquí podemos aplicarnos aquella frase del Evangelio, “y de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si al fin pierde su alma”. De qué nos sirve a nosotros conservarnos sanos, y qué bueno que nos conservemos sanos, y luchemos, y que los gobiernos pongan todo los posible para estar sanos, pero hay que poner y hacer todo los posible para ser sanos y puros espiritualmente para alcanzar la vida eterna. La vida normal de un hombre dura décadas, décadas; la vida eterna, es la vida eterna junto a Dios y eso es lo que le da sentido a la vida del hombre. No somos un animal, no somos un árbol, como muchas veces digo, pero me gusta repetirlo, de que se destruye al paso de un ciclón un árbol, el leñador lo corta y se acabó. No, todos nosotros somos criaturas amadas de Dios.

Entonces hermanos, fíjense cuando leemos este pasaje del Levítico, asociado con Jesús que cura a un leproso, nosotros vemos dos cosas. Uno, Jesús en ese momento le estaba manifestando a sus discípulos, que él había llamado, y a toda aquella comarca, que él tenía el poder de sanar. ¿Quién curaba a un leproso? Era como resucitar a un muerto, sanar un leproso era como resucitar a un muerto, sólo Dios tenía ese poder. Jesús aquí en este milagro, manifiesta el poder de Dios. Pero hay un segundo aspecto. Si en la época del Levítico, solamente se quedaban con el aspecto de higiene de sanidad, de salud, y por eso se apartaban y ya esa persona ni la familia lo recibía. Con Jesús viene otra actitud, Jesús es aquel que toca al enfermo, aquel que no se aparta, ni le dice vete, tú no puedes estar aquí entre los que están sanos. No, Jesús es el que se acerca, el que lo toca y le dice “Queda sano”. Esta actitud de Jesús la vamos a ver innumerables veces en los evangelios, pero en las dos partes: cuando sana los cuerpos y cuando sana las almas.

En aquel pasaje de la mujer pecadora, Él no la repudió por pecadora, sino que dio “que tire la primera piedra aquel que nunca haya pecado, tírela”. Pero tampoco le dijo a la mujer sigue haciendo lo que haces, le dijo “vete y no peques más”. Muchas veces nosotros nos acercamos y nos compadecemos, que tenemos que hacerlo, pero también nosotros tenemos que predicar, vivir el Evangelio y transmitirlo al otro.

Entonces hermanos vamos a llevarnos hoy, en este día, estas dos ideas. Jesús tiene el poder de sanar los cuerpos y de alcanzarnos la vida eterna. Jesús nos invita a ser generosos, caritativos y cercanos con aquel que sufre una enfermedad, la pérdida de un ser querido, una equivocación en la vida y cae en la cárcel. El Señor no nos dice, tú pecaste y vete, no; tú eres un hijo de Dios y tú tienes la capacidad con el favor de Dios de volver a alcanzar su gracia. Dios te da la Gracia primero antes de tu conversión, te da la Gracia, pero tenemos que acogerla.

Gracias a Dios, que siguiendo ese pasaje del evangelio que Jesús se acerca al pecador, al leproso y lo toca, innumerables hombres y mujeres en más de dos mil años de cristianismo, se han acercado y atienden a los enfermos en los leprosorios, no los abandonan, como el padre Damián en Molocai, en esas islas de Hawái, que entregó su vida hasta ser él mismo un leproso, atendiéndolos; las Hijas de la Caridad, las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta, las misioneras de la Caridad, y tantos hombres y mujeres… porque Jesús nos dijo, todo hombre es Hijo de Dios y no podemos abandonar a nadie.

Que el Señor nos guarde esto en nuestro corazón, para que también nosotros sepamos ser generosos con los demás.

Que el Señor nos acompañe siempre.

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